Por Rafael Aragón
Los temas: las obsesiones del escritor; las únicas tres o cuatro ideas sobre las cuáles se siente capacitado a escribir. ¿En qué momento se adhieren a su conciencia creadora? Y más interesante aún ¿cómo logra el artista compartirnos sus inquietudes? Responder la segunda pregunta, ya conociendo los trabajos que Poe, Hemingway, el mismo Quiroga, etc. realizaron, estudiando los géneros que cultivaron, resulta demasiado fácil: el cuento es un asunto de técnica, y son variadas, tantas como las hay escritores. Puede leerse el decálogo que Horacio Quiroga dejó por legado, o el texto Ante el tribunal [1] para darse una idea de los niveles altísimos de autoexigencia y disciplina que dichos autores se imponían. Solo así se puede replicar el mismo cuento. Dando a cada escrito su propia forma.
Dicho eso, antes de empezar con los textos, creo interesante (quizá innecesario) mencionar lo siguiente: “(A Horacio Quiroga) Lo envuelve una larga serie de acontecimientos desgraciados que parece que se deben a un destino trágico. La muerte trágica parece rondarlo a lo largo de su vida. Su padre … murió al disparársele una escopeta de caza. Años después, su padrastro, herido por una penosa enfermedad incurable, se suicida. Posteriormente, siendo ya escritor en formación, al disparársele fortuitamente una pistola, mata a quién era entonces uno de sus amigos de mayor intimidad… En plena juventud, murieron dos de sus hermanos. Después, estando ya en las selváticas soledades de Misiones, se suicida su primera esposa. Y su propio suicidio pone fin trágico a su vida; pero no la fatalidad que parece perseguirlo más allá de la muerte, y dos años después, empuja al suicidio a su hija Eglé”[2].
Quizá eso explica su obsesión con la muerte.
Pero, a pesar de él mismo considerar a Las moscas una réplica de El hombre muerto, nos atrevemos a decir que presentan diferencias enormes; son técnicas diferentes, aunque el protagonista en ambos casos sea un hombre accidentado, a punto de morir.
Dicho lo anterior, pasemos a las reseñas.
En El hombre muerto, pasa lo siguiente: Un hombre
limpia los bananales, armado con su machete. Ya limpió cinco calles; le faltan
dos, mas empieza a sentirse satisfecho. Se dirige a la gramilla para poder
tumbarse y ahí descansar; cruza el alambre de púas, y al cruzar, tropieza con
un trozo de madera y cae encima de su machete. Así comienza un cuento
magistral. Una escena cinematográfica intercalada con brutales intervenciones
del narrador.
“El hombre intentó mover la cabeza, en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete. Húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió, fría, matemática, e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia”[3]. Se observa una objetividad fría, matemática, en cuanto al narrador se refiere. ¿Es un narrador omnisciente? Considerando que sabe lo que el hombre siente en determinados momentos, pudiéramos inclinarnos por el sí, pero más adelante nos daremos cuenta, que en realidad es un narrador equisciente: solo conoce el mundo interno del protagonista, limitándose a trascribir qué sucede alrededor del mismo: Cosa que es significativa. El moribundo está aislado. Muere solo. Está tendido en su lecho, pudiera decirse: lecho no planificado. ¿Quién realmente sabe en qué camastro morirá? El tiempo no se detiene, se condensa: la muerte corta la cizaña de lo imaginario, dejando solamente el trigo de lo Real; Real que se coagula, aún. “¿Aún?… No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.[4]
Entre
sentir y pensar avanza el tiempo, pero adentro, se detiene. Un pensamiento
puede ser de tiempo imaginario, ¿acaso no se piensan las mismas cosas detenido
tiempo? O en un breve periodo de tiempo ¿no se piensa una infinidad de cosas,
que no alcanzarían a caber en nuestro lapso, físico de vida? “¿Qué ha
cambiado? Nada. Y mira ¿No es acaso ese bananal su bananal? ¿No viene todas las
mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el banal … las
anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca … pero ahora no se mueven…
es la calma de mediodía; pronto deben ser las doce”.[5]
Tirado
en el suelo, desangrándose, empieza a negar su propia condición. Comienza a
racionalizar lo incomprensible, empieza a masticar el bolo de su propia muerte,
que no digiere todavía. “¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es este uno de los
tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano?[6]
...Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente,
nada tiene ya que ver con el potrero, que formó el mismo a azada, durante cinco
meses consecutivos, ni con el bananal, obra de sus solas manos. Ni con su
familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente… Hace dos minutos: se
muere[7].
Y no lo puede creer, igual que nadie lo creería. Morir por sus propias
manos, sin haberlo planeado o siquiera considerado. “Está solamente muy
fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre”[8]
El cuento es casi un ensayo de tanatología, sobre como entendemos la muerte, o
mejor dicho, cómo nunca se logra comprender.
Su
caballo, parado junto a él, lo mira. A lo lejos, oye la voz de su hijo, se
aproxima. Está “muy cansado, mucho, pero nada más”[9].
Y el cuento se transforma. De lo real a lo fantástico, y “puede, aún
alejarse con la mente si quiere; puede si quiere abandonar un instante su
cuerpo” “y más lejos aún, ver el potrero” “puede verse a él mismo, como un
pequeño bulto asoleado sobre la gramilla, descansando porque está muy cansado”[10].
Al final, el narrador, que se mantuvo objetivo,
solo sabiendo qué sabe el protagonista, comete un pequeño traslapo y nos hace
saber lo que el caballo siente:
“Ve
también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal, como
desearía. Ante las voces que ya están próximas —Piapiá— (la voz de su hijo),
vuelve un largo rato las orejas inmóviles al bulto; y tranquilizado al fin, se
decide a pasar entre el poste y el hombre dormido —que ya ha descansado”[11].
¿Cómo
puede un narrador tan técnico y refinado cometer un error de ese tipo? ¿De qué
manera el narrador sabe lo que el caballo desearía, si no supo, por
ejemplo, lo que un transeúnte (uno que iba pasando, al que no se le da gran
importancia) pensaba, o el hijo? Opino que la tesis de Quiroga era: el
hombre al morir queda vivo en el animal. ¿En qué me apoyo? En Réplica del
hombre muerto, Las moscas.
Las
moscas (según la nota al pie del libro ya citado muchas veces)[12]
es de 1923, recogido en Más allá —1935—. O sea, fue escrito tres años
después que El hombre muerto (1920). Siendo (en mi opinión) Las moscas un
cuento más efectivo y mucho más preciso que el original, lo cual se entiende,
considerando que en tres años un escritor dedicado, como lo fue Quiroga, puede
evolucionar bastante si se lo propone.
El
escenario que nos pinta es desolador. Un terreno (se entiende antes pajizo,
afectado por la sequía) ora carbonizado. Y un hombre (el narrador) con la
columna partida a la mitad, tumbado al tronco tirado de un árbol. Sabe que va a
morir a medida que pierde control de sus extremidades. “Clarísima y capital,
adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que, a ras de suelo, mi
vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una
vez”[13].
Al
igual que en El hombre muerto, el protagonista adquiere una certeza matemática,
gélida, y sabe que va a morir. Una gran diferencia es precisamente esa, Quiroga
supo eliminar la tercera persona en un cuento que se potencia con la primera
persona. A lo mejor tuvo la siguiente duda: Qué pasaría si escribiera El
hombre muerto en primera persona. Tal vez mi tesis no se entendió bien,
por la tercera persona. Y escribió Las moscas.
El narrador siente un zumbido radiar de su herida por todo su cuerpo. Y el zumbido se entremezcla con el de unas moscas que vuelan cerca de él.
El
cuento es puramente realista. Hasta la escena en el cuarto de hotel (una
alucinación, en la que un hombre le ofrece moscas verdes de rastreo —moscas
panteoneras—, para saber si sí o si no se está muriendo) es entendible;
pensamos que los moribundos pueden soñar despiertos: a lo mejor por eso soñamos
despiertos. Es puramente realista hasta que deja de serlo, e igual que en El
hombre muerto, para el final, la conciencia del hombre va y se aleja; flota y lo
puede ver todo.
“Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar… Y vuelo y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital”.[14]
Podemos
apreciar el contraste entre ambos cuentos. El mensaje implícito en el primero
pasa a ser explícito en el segundo. En Las moscas el narrador se omite para
reducir los niveles de “alejamiento” entre lector y el efecto. Sencillamente en
El hombre muerto, la escena del caballo mirando a su difunto dueño, y
marchándose con las orejas caídas resultaba muy banal, demasiado terrenal;
incluso con la ligera muda narrativa (que el narrador conoce los sentimientos
del caballo —o sea del protagonista—), una lectura superficial nos haría pensar
que es un final simple, sin mucho mensaje más que la muerte de un hombre. (A
Quiroga) le fue necesario reescribir el cuento por completo, quitar lo superfluo
y quedarse solamente con lo sustancial: sépase, la visión de un hombre,
golpeado por esta vida, aun así, dispuesto a vivirla otra vez. Más profundo
aún: la llana aceptación de su destino.
¿Qué
otra cosa le queda a alguien a punto de morir, cuando llegan las moscas de jade
porque han olisqueado su descomposición, que tenderse a morir y volar, volar?
[1] Ambos
recogidos en el núm. 97 de la colección sepan cuantos, Porrúa. (—Cuentos.
Horacio Quiroga. Anotado por Raimundo Lazo. Decimosexta edición. —)
[2]. Ibid. Pág. X
[3] Loc
Cit. Pág. 81. (El hombre muerto).
[4] Ibidem.
[5] Ibidem.
[6] Loc.
Cit. Pág. 82.
[7] Ibidem.
[8] Ibidem.
[9] Loc. Cit. Pág. 83.
[10] Ibidem.
[11]Ibidem. Párrafo final.
[12] Loc. Cit. Pág. 131.
[13] Ibidem.
[14] Loc. Cit. Pág. 132.
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